Casi todos lo hemos escuchado. El predicador de una mega-iglesia es
escandalizado en las noticias seculares por haber cometido un pecado
grave. En las últimas dos décadas hemos visto pastores descubiertos con
prostitutas, en bares bajo la influencia fuerte e intoxicante del
alcohol y aun drogas, divorciando sus esposas para casarse con otras
mujeres sin una causa justa (cometiendo adulterio), cometiendo actos
homosexuales con otros hombres y hasta abusando sexualmente de niños. Y a
menudo, su doctrina no es mejor que su conducta. Las mismas
asociaciones de muchos televangelistas han sido notorias por hablar
herejías que no son nada menos que blasfemias totales.
Estos
predicadores se han protegido del criticismo al enseñarles a sus
seguidores que ellos son “los ungidos del Señor”. Según dicen,
desenmascarar sus estilos de vida pecaminosos o su falsa doctrina es un
acto de rebeldía en contra de su autoridad, la cual, afirman, recibieron
de Dios. 1 Samuel 24:6 es un texto que ellos utilizan una y otra vez.
El texto en su contexto
Saúl,
que había sido establecido por Dios como rey sobre Israel, estuvo
furioso con David, lleno con una ira celosa. Al escuchar que David se
estaba escondiendo en el desierto de En-gadi, Saúl reunió sus soldados y
buscó matarle. Mientras Saúl estaba viajando por el desierto, él entró a
una cueva para hacer sus necesidades. Sin embargo, ¡Saúl no estaba
consciente de que David y sus hombres se estaban escondiendo en esa
misma cueva! Los hombres de David le aconsejaron matar a Saúl, pero
David rehusó hacerlo, declarando: “Jehová me guarde de hacer tal cosa
contra mi señor, el ungido de Jehová, que yo extienda mi mano contra él;
porque es el ungido de Jehová” (1 Sam. 24:6). Observamos en esto que lo que impidió a David a hacer daño a Saúl fue el temor de Dios porque Saúl era “el ungido de Jehová”.
En el caso del encuentro entre David y Saúl en 1 Samuel 24,
el temor de Dios impidió a David, quien todavía no había asumido el
oficio de rey, de hacer violencia física a Saúl, quien en ese momento sí
era el rey. Llevar a cabo tal acto hubiera sido insurrección y rebelión
en contra de la autoridad civil establecida por Dios. Más adelante, en 1
Samuel 26, otra oportunidad se presentó a David para que se salvara al
quitar la vida de Saúl y asumir el oficio de rey en su lugar. Pero David
impidió que Abisai matara a Saúl y en lugar de esto encomendó su causa a
Dios (1 Sam.26:7-11).
Este es un testimonio de la fe, humildad, paciencia y piedad de David.
En esto, él ciertamente es un ejemplo digno de imitar. Ahora bien, cómo
podemos nosotros emular el ejemplo piadoso de David? ¿Cuál sería la
aplicación correcta de esto al cristiano en el siglo XXI?
Aplicaciones correctas e incorrectas
Una
de las reglas más importantes de la hermenéutica bíblica (la
interpretación de las Escrituras) es lo que es conocido como “la
analogía de la fe”. Este es un principio que declara que ya que todas
las Escrituras son inspiradas de manera única por el Espíritu de verdad,
todas las Escrituras son armoniosamente consistentes sin contener
ninguna contradicción esencial y, por lo tanto, cada interpretación
propuesta tocante a cualquier texto en particular debe ser comparada
con, y sometido a, lo que el resto de la Biblia enseña. En otras
palabras: las Escrituras interpretan las Escrituras.
Cualquier interpretación sugerida a cualquier texto debe ser sometida a
la clara enseñanza de las Escrituras que se encuentra en otros textos.
Si aplicamos este principio a las interpretaciones comunes de textos como 1 Samuel 24
y 26 (“¡No toques al ungido del Señor!”), descubrimos que esta
aplicación común es inherentemente contradictoria a la clara enseñanza
del resto de las Escrituras. ¡Insinuar que estos textos enseñan que el
pecado obvio y la herejía doctrinal no deben ser expuestas en la
iglesia, o aun entre el liderazgo de la iglesia, sería descaradamente
contradecir el imperativo bíblico claro!
La Escritura ordena a los
creyentes a discernir la verdad del error. Tal discernimiento, ejercido
correctamente según los parámetros bíblicos, lejos de ser un vicio, es
una virtud. Es por esa razón que Jesús dijo: “Guardaos de los falsos
profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro
son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas
de los espinos, o higos de los abrojos?” (Mt. 7:15-16).
Debemos estar alerta en contra de los impostores en la iglesia, que
parecen ser de Dios pero en realidad son embajadores de Satanás (2 Co. 11:13-15). Estamos llamados a prestar atención a sus frutos obvios, que incluyen el contenido doctrinal de su enseñanza (1 Jn. 4:1-6) y su conducta ética (1 Jn. 3:10).
Cuando su teología no armoniza con la enseñanza clara de las Escrituras
y no cabe dentro de los límites de la ortodoxia cristiana histórica
(“la fe que ha sido una vez dada a los santos”, Judas 3) respecto a los
puntos esenciales de doctrina, ellos deben ser rechazados (2 Jn. 9-11).
La
iglesia también debe practicar la disciplina bíblica y eclesiástica.
Los miembros que persisten en la práctica del pecado o en una herejía
deben ser confrontados con valentía y en amor (Mt. 18:15-17).
Los pecados escandalosos deben ser disciplinados muy firmemente, y los
perversos deben ser expulsados de la comunión de ella (1 Co. 5).
Incluso, los líderes, pastores y ancianos no están más allá de la
posibilidad de tal disciplina: “Contra un anciano no admitas acusación
sino con dos o tres testigos. A los que persisten en pecar, repréndelos
delante de todos, para que los demás también teman” (1 Ti. 5:19-20).
Aunque estos ancianos fueron establecidos en una posición de autoridad
en la iglesia, los que practican el pecado persistente y guían mal al
pueblo de Dios deben ser expuestos con la Palabra de Dios por el bien de
las almas de los santos. Si aplicamos la frase “No toques al ungido del
Señor” a estos casos de discernimiento, haríamos que la biblia se
contradiga.
David sabía que Saúl era una autoridad civil
establecida por Dios, y por lo tanto temía rebelarse contra Dios al
rebelarse contra la autoridad. Así como David, las Escrituras nos mandan
a someternos a las autoridades civiles en cosas legítimas (Ro. 13:1). La Palabra de Dios también nos manda a estar sujetos a las autoridades de la iglesia que están calificados bíblicamente (He. 13:17).
La sumisión mandada aquí incluye la disposición humilde del corazón de
cumplir cualquier responsabilidad bíblicamente legítima hacía ellos, con
honor y respeto en todas las cosas que no contradicen la voluntad de
Dios revelada claramente en las Escrituras.
Este respeto por la
autoridad es una virtud que falta cada vez más en nuestra sociedad,
caracterizada por rebeldía en todos los niveles: en la familia, en la
sociedad y en la iglesia. Aun Cristo nuestro Señor en los días de Su
carne se sometió a las autoridades como un ejemplo para nosotros (Mt. 17:24-27). Pero Él también expuso el pecado y la falsa doctrina por lo que era (véase Mateo 23, por ejemplo).
Además,
los falsos maestros y falsos profetas en la iglesia no han sido
instituidos en su oficio por Dios: son impostores. Sujetarse a ellos
constituye rebeldía contra Dios y sumisión a sus doctrinas de demonios (1 Ti. 4:1).
En ningún lugar nos mandan las Escrituras a sujetarnos al pecado y la
falsa enseñanza, al condonarla y tomar parte de su fruto podrido. En vez
de esto, nos manda a no participar con ellos y desenmascararlos (Efe.
5:8-11)
Que Dios nos dé gracia para ser como Cristo, andar en
humildad y sumisión honesta, con una conciencia limpia a todas
autoridades establecidas por Dios, mientras al mismo tiempo teniendo el
amor y denuedo como para exponer a los falsos profetas, al pecado y a la
herejía, con un discernimiento sabio por la gloria de Dios y la
salvación de almas.
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